El 11 de agosto de 2025, una foto del gobernador de Coahuila “rancheando” junto a dos menores reavivó la discusión pública sobre el uso responsable de armas. En la imagen se aprecian rifles y un aditamento cilíndrico en el extremo del cañón que usuarios identificaron como posible supresor. La conversación se movió rápido de lo anecdótico a lo esencial: ¿hubo permisos y contexto cinegético regulado?, ¿el accesorio mostrado está permitido?
Las preguntas no surgen en el vacío. Apenas un mes antes, el propio mandatario encabezó en Torreón un acto de destrucción de 693 armas de fuego, proclamando que reducir su presencia en las calles era un símbolo de paz. También ha promovido el “Modelo Coahuila de Seguridad”, con ejes de prevención, proximidad, inteligencia y fuerza. Ese discurso choca con una postal que, lejos de transmitir prudencia institucional, parece tomada para presumir un momento de recreo armado.
El marco legal endurecido en mayo de 2025 reserva a las Fuerzas Armadas —o a civiles con permisos muy específicos— la posesión y uso de ciertos aditamentos y accesorios. La cacería está regulada y no es ilegal en sí misma, pero requiere condiciones claras: registro de armas, acreditación de coto o club, permisos vigentes y respeto a límites técnicos. Sin aclaraciones oficiales sobre la pieza que aparece en la foto ni sobre el contexto del uso, la duda queda plantada.
Hoy no hay resolución que confirme un ilícito, pero la imagen ya genera un costo político: proyecta la idea de un liderazgo que en público pide contención y en privado se concede licencias que pueden rozar lo prohibido. Y en política, la percepción pesa tanto como la norma.
La coherencia entre lo que se predica y lo que se practica no es un detalle: es el cimiento de la credibilidad. Cuando se erosiona, ninguna estrategia de seguridad puede blindar la confianza perdida.














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