El escándalo por el huachicol en Coahuila ha dejado de ser una simple nota roja para convertirse en una constante de alarma social y política. En las últimas semanas, la entidad ha sido escenario de decomisos, investigaciones fiscales, señalamientos empresariales y revelaciones oficiales que apuntan a una realidad mucho más compleja: el robo de combustibles es solo la punta del iceberg de un mercado negro con varias ramificaciones y consecuencias profundas para el estado.
Primero, las cifras: las autoridades federales y estatales han reportado un repunte de tomas clandestinas, operativos y aseguramientos de combustible robado, así como el involucramiento de empresas distribuidoras en cadenas que abastecen a más de 300 gasolineras en la región. El propio gobernador Manolo Jiménez salió a aclarar que el combustible incautado en recientes operativos no fue extraído de Coahuila, aunque reconoció que el estado es paso obligado y zona de riesgo para este delito de alcance nacional.
Las investigaciones no se han limitado al clásico “huachicol” —el robo y venta clandestina de gasolina y diésel—, sino que la Fiscalía General del Estado y autoridades federales han detectado al menos cinco modalidades adicionales de delitos con hidrocarburos: contrabando de combustibles, adulteración y venta de producto alterado, triangulación de facturas para evadir impuestos, lavado de dinero con recursos del sector energético y hasta el uso de empresas fachada, como el caso reciente de Internacional de Fundentes en Saltillo, ligada a una red binacional de tráfico de combustible entre México y Estados Unidos.
A esto se suma la denuncia de empresarios como Mono Muñoz, quien advirtió que empresas bajo investigación fiscal continúan distribuyendo combustible a decenas de estaciones de servicio en el estado, sembrando dudas sobre la legalidad de parte del mercado energético local.
La presión social y política no se ha hecho esperar: diputados y colectivos ciudadanos exigen investigaciones a fondo, mayor transparencia, auditorías públicas y sanciones ejemplares para quienes resulten responsables, tanto del sector público como privado. Los gasolineros piden certidumbre jurídica para no cargar con la sombra del delito ajeno, y la ciudadanía exige garantías de calidad y seguridad en los productos que consume.
El daño no solo es económico —por la evasión fiscal y la competencia desleal—, sino también social y ambiental, pues el tráfico ilegal de hidrocarburos alimenta cadenas de corrupción, pone en riesgo a comunidades enteras y debilita la confianza en las instituciones.
Coahuila enfrenta un reto que va mucho más allá del huachicol tradicional. El entramado de delitos con hidrocarburos es complejo, sofisticado y profundamente corrosivo para el estado de derecho. La única salida es la verdad y la justicia: investigaciones serias, transparencia total y voluntad para limpiar la cadena desde el origen hasta el consumidor final. Porque el combustible debe ser motor de desarrollo, no de sospecha y crimen.
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