El mapa de Coahuila está cambiando, y no solo por obras o inversiones. En un solo año, el número de “anexos” —centros de rehabilitación para adicciones— pasó de 170 a 400 en el estado, una cifra que no deja lugar a dudas sobre el tamaño de la crisis y la urgencia de respuestas. Para muchos, esto significa esperanza de ayuda; para otros, un riesgo latente cuando falta regulación y vigilancia real.
La explosión de nuevos anexos refleja tanto la desesperación de familias que buscan ayuda donde sea, como el vacío de atención institucional en salud mental y adicciones. Organizaciones civiles y expertos alertan: la mayoría de estos espacios opera sin protocolos claros, supervisión suficiente ni personal capacitado. El aumento acelerado puede traducirse en más historias de maltrato, negligencia y abusos, como ya se ha reportado en casos recientes en Sabinas y Nueva Rosita.
Mientras autoridades estatales reconocen el crecimiento y anuncian que “trabajan en regulaciones”, en la práctica cientos de centros siguen funcionando en la opacidad, con listas de espera y sin garantías de derechos humanos. La falta de alternativas públicas y la saturación de los pocos espacios avalados por salud han llevado a muchas familias a optar por opciones privadas de dudosa reputación, asumiendo riesgos con tal de intentar rescatar a un hijo, hermano o pareja de las adicciones.
El fenómeno también desnuda otra realidad: la salud mental y el combate a las drogas siguen siendo temas incómodos, tratados muchas veces en la clandestinidad o el silencio. Crecen los anexos, pero también la exigencia de una respuesta de Estado que garantice atención digna, profesional y segura para quienes más lo necesitan.
El doble de anexos no puede significar el doble de abandono. Si Coahuila está lleno de centros de rehabilitación, es porque la emergencia social ya rebasó los discursos. Urge regulación, pero sobre todo, un compromiso real para que ningún paciente o familia tenga que elegir entre la esperanza y el riesgo.














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